La ‘Troika’ que todos odian

«No queremos esta Europa». Ése fue el grito de protesta de quienes este fin de semana marcharon en España y en otros países «unidos contra la Troika». Protestan porque no quieren la intervención. Porque, según ellos, anula la «verdadera democracia». Porque aniquila la soberanía del pueblo. Y por ello, en un absoluto absurdo, no dejan de echarse en brazos de la Troika.

No quieren el control externo; pero sí su dinero y el respaldo del BCE a la deuda pública. No aceptan la austeridad que pide Bruselas; pero tampoco la realidad de que los sueldos españoles no permiten pagar un Estado del Bienestar que genera, sólo en Seguridad Social, un déficit directo de 28.000 millones. No quieren ceder soberanía; pero tampoco asumen que, sin la ayuda externa, nuestro sistema financiero habría quebrado y, con él, toda nuestra economía. Piden que Europa enjuague nuestras deudas en las cuentas del resto de países; pero no admiten a cambio ni la privatización de la gestión de la sanidad, ni la ampliación del número de estudiantes por aula, ni el recorte de subvenciones a los alumnos que repiten, ni el despido de empleados públicos, ni la exigencia de trabajo –a cambio de un mayor pago– a los parados que buscan empleo.

¿Y qué plantean los anti Troika como solución? Pues que pague la Troika. Ése es su gran planteamiento: que Europa sufrague nuestro desastre sin condiciones ni controles. Un planteamiento que cuenta hoy con el demagogo respaldo del PSOE, IU y de los sindicatos. Y un planteamiento que sólo puede hacernos más vulnerables aún a una Troika que, ante la evidencia de que un cambio de Gobierno haría todavía más lento el avance de las reformas, aumentará el coste de su ayuda ante el riesgo que implica.

Ni una sola de las pancartas de los manifestantes clamaba contra el derroche injustificable que supone una triple Administración –nacional, autonómica y local–; ni protestaba por la pérdida de recursos que provocan las barreras nacionalistas al libre desarrollo de empresas y trabajadores; ni exigía el fin de las subvenciones a las energías renovables –8.500 millones–; ni reclamaba el apoyo a las empresas para que puedan crear empleo.

España debe abandonar la senda de la mendicidad. Necesitamos apoyo exterior, pero somos nosotros quienes debemos salir de ésta. Y ello exige un duro recorte del gasto público. No el mantenimiento de un Estado amamantado con subvenciones.